La Carrasca

Hoy he ido a la Carrasca. He recorrido el camino de antaño, el de siempre: el Gabatón del Orín abajo, atravesando la carretera y el Pasillo del Magro, dejando a mi izquierda el Cementerio Viejo y subiendo por los olivillos.

Nunca había resultado fácil coronar esta colina, en forma de cabeza de hongo gigante, que constituía, para nosotros, una prueba importante de alpinísmo. El que llegaba antes, jadeante y sudoroso, recibía como premio la envidia de los demás y el poder exclamar a pulmón abierto: ¡HE SIDO EL PRIMERO!

Sentado debajo del olivo centenario el cementerio viejo se divisa a la perfección. En el centro hay una pequeña iglesia, en cuyo tejado, inexplicablemente, ondea una débil higuera. Unos niños corren por sus paredes mientras que las lajas que pisotean se muevan peligrosamente sin caerse. Su campo es verde, cubierto de camas blancas de mármol: hay salpicones de ora que imagino son los nardos que existen alrededor de la escalerilla que conduce a la Iglesia.

También veo el Pasillo del Magro. Cuantos recuerdos de este buen hombre de pata de palo y carácter agrio, siempre de permanente centinela delante de sus ajos verdes, con aquella anécdota que pinta magistralmente el momento de su época. Resulta que un día va un guardia civil y le dice al Magro que se presente rápidamente en el cuartel que el sargento quiere hablar con él.

Al pobre hombre se le cayeron los palos del sombrajo: temía lo peor. Se despidió de sus familiares entre un mar de llantos y se apresuro a presentarse en el cuartel a recibir la noticia fatal. Cuando llegó, el Sargento le dijo: “Oiga, tengo entendido que es usted latero”. ¡Si señor! ¿Y podría usted hacerle a mi mujer, de esta chapa, una panera?” El Magro cuando vio de lo que trataba se puso como loco de contento y le espetó al sargento: “con esta chapa le hago yo a su mujer un barco”

A partir de un texto de Juan Mantero Ramírez.